Pasto - Rumichaca - Quito
08 de agosto de 1980
A las diez de la mañana el
bus por fin llegó a Pasto, la capital del departamento de Nariño. Echamos un
vistazo rápido por los alrededores, para al menos, tener una visión superficial
del lugar. La entrada al pueblo está adornada por bosquecillos de pinos.
Desayunamos en un pequeño
restaurante por nativos de la zona. Pedimos huevos revueltos con jamón y café
con leche. El personaje que nos atendía gritó a los cocineros ¡tres pericos con arroz!, le dijimos que
no era "arroz" si no "jamón", el mesonero hizo un gesto de
entendimiento y volvió a decir ¡tres
pericos con arroz!, tal sería el cansancio que no le dijimos más, y
efectivamente nos sirvió el "perico con arroz", pero lo peor fue el
café, venían en una taza que más bien parecían de
esos platos hondos que se usa
para un consomé, y la leche no era leche sino una especie de sustancia pastosa,
quizás nata batida, con una extraña capa de aceite por encima. Pareciera que
los tazones ya los habían usado para servir sopa con grasa y que no los
hubieran lavado. Y pensar que José Manuel había agregado mi café me lo traen "marroncito", por favor. Yo traté de
sacarle la nata, todo lo tomamos como algo gracioso, lo del terrible café y el
perico con arroz. Gesualdo ni hizo el intento por probar el "café", y
mientras esperábamos el "perico", le había pedido a un niño
limpiabotas que le lustrara los zapatos, y cuando Gesualdo vio el horrible
tazón sin pensarlo mucho se lo dio al limpiabotas, quien ávidamente se lo tragó
"fondo blanco" y con los dedos recogió la nata que quedaba en el
plato y se la tragó con inusitado gusto, y el asunto no terminó allí, sin
preguntarme nada me quitó el mío y se lo dio al niño que con igual avidez también
se lo tomó.
Plaza Nariño 2014 |
Pagamos la cuenta y seguimos
dando vueltas por el centro, nuestro plan era pernoctar allí y seguir al otro
día a Ecuador, pero era tal la ansiedad de ir a un país nuevo para nosotros, y
con la insistencia de José Manuel, quien argumentaba que ya habíamos visto
suficiente, y dada la facilidad de tomar un auto por puesto que nos llevara
hasta Ipiales, que sin mucha más consulta decidimos ir de una vez a ese pueblo
fronterizo.
A las once de la mañana
tomamos un auto por puesto hasta Ipiales, a unos 80 kilómetros al sur oeste de
Pasto. El pasaje costó 130 pesos por persona (unos 3 dólares). El paisaje
siguió siendo muy hermoso, bosques de pinos, colinas con múltiples matices de
verde y la carretera, aunque estrecha, en muy buen estado. En el vehículo solo
el chofer y yo estábamos despiertos, el resto en un profundo proceso onírico,
¿qué estarían soñando?. El viaje duró unas dos horas, pasadas las once nos
encontrábamos en Ipiales.
Hicimos un recorrido
rápido por los alrededores de la plaza Santander, muy bonita y bien mantenida.
Es un pueblo andino con mucho comercio, seguramente por ser un pueblo
fronterizo. Entramos a un pequeño restaurante a almorzar, José Manuel fue al
baño a lavarse las manos, pero casi instantáneamente salió a pedir jabón, la
encargada le dijo ¡Sí, cómo no!, !y le
trajo un vaso de agua!, pedimos tres jugos diferentes anotó el pedido, con un
gesto nos indicó que ya venía con los jugos, y nuestra sorpresa fue que ninguno
de los juegos era lo que habíamos pedido, ¡igual que en Pasto!.
Preguntamos cómo llegar
hasta la frontera, nos indicaron el camino, nos detuvimos en una oficina del
DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) a pedir información. La oficina
prácticamente tenía forrada las paredes con carteles y avisos anti-drogas,
especificando el peligro a que se exponen los que trafican marihuana, cocaína y
demás estupefacientes, ya que serán duramente castigados por la ley. Le
preguntamos a un funcionario del DAS y nos dijo que aunque estábamos cerca,
mejor era tomar un taxi que nos llevase a Rumichaca, que es el sitio donde
verdaderamente se encuentra la frontera con Ecuador. Así lo hicimos. Al parecer
hace un tiempo, se podía tomar un taxi desde Ipiales hasta Tulcán, en el lado
ecuatoriano, pero surgieron ciertos problemas y ahora solo van hasta "la
raya".
Puente Internacional (2014) |
En verdad muy bonito el
lugar, agradable temperatura, colinas y montañas de frescas tonalidades de
verde salpicadas de pinos y otros grandes árboles. Sellamos la salida de
Colombia, seguían las vallas en la carretera que decían No traiga material vegetal del exterior, la roya nos amenaza. Pasamos
por fin el puente internacional, justo en el medio estaban las placas indicando
hasta dónde llegaban cada uno de los dos países. Nos detuvimos en el puente a
observar el riachuelo que marca la frontera. Desde allí se ve un pequeño
edificio clásico, la antigua aduana de Ecuador, ya no se pasa por allí. Nos dirigimos hacia donde funcionaba la
oficina de la Guardia Nacional, un contenedor de carga acondicionado para tal
fin, allí nos sellaron la entrada a Ecuador, y tal como nos habían dicho en
Cali, no nos exigieron visado. Nos dieron una tarjeta de turismo por 15 días,
que era el tiempo que le dijimos al funcionario cuando nos preguntó cuánto
tiempo íbamos a estar en ese país, también nos preguntó cuánto dinero
llevábamos y le contestamos que llevábamos una cantidad modesta, pero
suficiente para pagar nuestros gastos de comida y hospedaje. A la salida de la
"oficina" nos encontramos con otros venezolanos, pero no los
abordamos (no eran maracuchos).
Cambiamos unos cuantos
dólares y pesos a sucres ecuatorianos, el cambio estaba a 5 sucres por bolívar,
aunque posteriormente logramos cambios de hasta 6 sucres por bolívar. A las
2:45 pm por fin tomamos un taxi que nos llevaría hasta al cercano pueblo de
Tulcán.
El paisaje continuaba
igual, pinos, montañas y colinas con todos los matices verduscos salpicados de
una que otra casita. En tan solo 10 minutos llegamos a Tulcán, pasamos cerca
del aeropuerto y nos detuvimos en el terminal de pasajeros. Apenas nos bajamos
del taxi fuimos objeto de un enjambre de choferes de busetas y autos por
puestos ofreciéndonos llevarnos hasta Quito, es más, aun antes de apearnos del
taxi, por las ventanas nos decían ¿van a
Quito? los llevamos a buen precio, y frases similares. No le hacíamos caso
a ninguno, le solicitamos al chofer que nos había traído desde Rumichaca que
nos recomendara algún transporte y nos dijo que cualquiera de las líneas que
prestaban el servicio en el terminal eran buenas. Mientras caminábamos hacia el
edificio del terminal, el enjambre seguía a nuestro alrededor, ¡yo los llevo!, ¡yo los llevo a buen precio!,
casi no nos dejaban caminar, hasta que José Manuel no aguantó más y alzando la
voz y en tono fuerte les dijo ¡Espérense
por favor!. Una vez en las oficinas de las líneas de transporte nos dimos
cuenta que todas estaban cerradas, de manera que tuvimos que recurrir al
"enjambre". Sin embargo, había unos autobuses pequeños en las
cercanías y Gesualdo fue a averiguar. José Manuel y yo nos quedamos con el
tumultuoso grupo de ofertantes. Elegimos uno al azar, y otro dijo ese hace paradas en todos los pueblos y
tarda mucho en llegar a Quito, el otro respondía que eso no era cierto, y
comenzaron a discutir, fueron subiendo el tono y la agresividad tanto así que
pensamos que se "irían a las manos". En eso regresó Gesualdo con su
reporte: el busito se ve bien. Dejamos
a los querellantes y hacia allá nos fuimos.
Finalmente emprendimos
nuestro viaje a Quito, vimos algunos indígenas otavalos con su pintoresca y
hermosa vestimenta (al menos las mujeres). Con frecuencia nos sentábamos en la
primera fila del autobús para ver mejor el camino, pero especialmente, para que
Gesualdo, por su altura, pudiera estirar las piernas. El transporte poco a poco
se fue llenando con muchos de estos indígnelas otavaleños con sus sobreros, trenzas
y extraordinarios vestidos, algunos con figuras bordadas. Antes de arrancar,
escucho al chofer decirle a una mujer bastante morena, que resultó ser
colombiana, que le hiciera el favor de llevarle unos zapatos, la mujer de mala
gana aceptó, ¡extraño!. Salimos de Tulcán a las 3:15 pm, el pasaje nos costó 80
sucres por cada uno (3.7 dólares).
Muchachas otavaleñas. Foto: Antonio Quinzán |
En pleno viaje, una señora
indígena que estaba sentada detrás de mí, me pide que le lleve uno de los
sombreros otavaleños, ¡pero puesto en la cabeza!, pensé que por la cantidad de
cosas que llevaba, le era difícil llevarlo sin que se le dañara. Accedí a su
petición, me sentí como esos turistas que compran atuendos del lugar al que
visitan y lo usan de una vez. Unos minutos después me pide que le lleve unas
galletas, no le entendía lo que decía porque hablaba muy bajo y muy rápido,
pensé que me las estaba vendiendo, pero Gesualdo, que observaba el asunto y se
ofreció a llevarlas él. Pasado un tiempito, nuevamente la señora me toca la
espalda, esta vez que le lleve unos rosarios, y no uno o dos, ¡sino como
veinte!, ¡por fin entendí lo que pasaba!, la señora había comprado mercancía en
Colombia o en la frontera y quería pasarla de contrabando!, estaba
distribuyendo la mercancía para no llamar tanto la atención. Nuevamente Gesualdo observaba la situación y
me dijo vehementemente que no aceptara, sin embargo, yo seguía indeciso, y la
señora, ante mi titubeo, haciéndose que no escuchaba a Gesualdo, me dice si le parecen muchos, se lo mermo, ande, sea
buenito. Ante tanta insistencia y la cara suplicante de la señora, por fin
le expresé mi sentencia está bien, ¡pero
solo cuatro!. Pensé que dada la baja cantidad de rosarios que le dije que
llevaría me dejaría quieto y le pediría a otra persona, pero nada, medió los
cuatro rosarios. Pasamos por tres alcabalas, en algunas no había ni un solo
guardia, en otra le quitaron a una señora una caja de galletas Nöel,
colombianas, pero después se la regresaron, ese fue el único incidente con esto
del contrabando.
Pasamos por Ibarra y
Otavalo, cayó la noche y a las 7:30 pm llegamos a Quito. Observábamos la ciudad
desde el bus, avenidas, fuentes y redomas, realmente habían muchas. Llegamos al
terminal de pasajeros totalmente desorientados, no teníamos idea en qué parte
de la ciudad estábamos. Preguntamos y nos dijeron que el centro de Quito no
estaba muy lejos. Desde un teléfono público llamamos a casa de la familia
Hermann, según lo planeado, allí debía estar nuestro amigo y compañero de
universidad Juan Villasmil. Tuvimos éxito en la llamada, pero nos dijeron que
hacía unos minutos había salido con los muchachos y muchachas de la casa al
estadio a ver un partido de básket y que estarían de regreso a media noche. La
señora que nos atendió nos dijo que lo podíamos llamar a esa hora, pero no lo
íbamos a hacer, ya que nos parecía poco cortés (nos daba pena). No nos quedaba
otra alternativa sino ponernos a buscar hospedaje. Alguien nos sugirió el
Ecuahotel, y nos indicó cómo llegar, nos pusimos en marcha con nuestros
morrales (Gesualdo con su maleta) y en la vía vimos muchos establecimientos que
comenzaban con el prefijo "Ecua": Ecuapollos, Ecuaviajes, Ecuahotel y
así. Encontramos el Ecuahotel, se veía bastante bien y en una zona céntrica,
José Manuel entró a preguntar si había disponibilidad, regresó y nos informó
que tenían habitaciones, entramos los tres y una vez dentro el recepcionista
nos dice que ya no hay, y parece que la misma "gracia" se la habían
echado a otro señor que muy disgustado le reclamaba al empleado. José Manuel
también hizo su aporte con un fuerte reclamo. Nos sugirió que fuéramos al Hotel
Guayaquil que estaba cerca, caminamos hasta allá, no había disponibilidad de
habitación, luego fuimos al Benalcázar, al Sucre y todo este recorrido caminando.
Encontramos uno llamado Hotel Zulia, ¡nuestro estado!, pero su aspecto
deplorable nos hizo seguir sin siquiera considerarlo. Camina que camina,
Gesualdo que además lo hacía con una maleta, se calentó y exclamó ¡no camino más!, pero gracias a Dios,
justo frente al sitio donde hizo su definitiva sentencia, apareció el Hotel
Interamericano y que además tenía habitaciones disponibles. ¡Se salvó la
Patria!. El hotel no era muy elegante, muy simple, pero bueno, ¿qué más íbamos
a hacer?, haciendo "la vista gorda" de muchos detalles, nos
registramos. Nos costó 390 sucres la noche (18 dólares). El baño no estaba muy
lilmpio, y equipado para una sola persona, es decir, un jaboncito y una toalla.
No había vaso ni jarra de agua, la fuimos a pedir. El recepcionista era un
muchacho de unos 20 años que estaba fumando y jugando cartas con un compañero.
A la petición de José Manuel, responde que tomemos agua del lavamanos y que de
vaso usáramos las manos. Muy disgustados regresamos a la habitación con la
firme idea de salir de esa "pocilga" al día siguiente.
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